lunes, 14 de abril de 2014

Se un don para el otro

La civilización occidental vive bajo una pesada carga actualmente, un yugo autoimpuesto difícil de esquivar, que nos obliga día tras día a ser felices. Tenemos el deber de ser increíblemente felices y, si es posible, la tarea de hacer cuanto más pública mejor esa felicidad.
Vivimos subyugados por el devenir histórico, un devenir que nos impone el agradecimiento de la felicidad. La contraprestación, de la entrega abnegada de la humanidad que nos precedió, tanto de su tiempo como de su sabiduría, es el gozar ahora de una felicidad sin límites, una felicidad que nos supera y nos abruma y que a la vez nos mengua espiritualmente.
Debemos pues considerarnos la sociedad más dichosa y feliz de toda la historia de la humanidad. Y sin embargo, evocamos continuamente el pasado con una mezcla de languidez y adoración, se espera del futuro que venga cual Mesías, fruto de la inmediatez, a arrancarnos de la ordinariez del presente. Somos una sociedad más próspera, más productiva, más numerosa, con mayor esperanza de vida, y con menores tasas de mortandad pero somos también la sociedad de la cultura de la muerte en vez de la de la vida, la de las elevadas tasas de divorcio, separación y suicidios, la de los trastornos alimenticios que se convierten en pandemias y la de los niños que no quieren aprender. ¿Dónde está la felicidad que nos debemos? ¿Dónde la dicha que nos prometieron, fruto del sacrificio de otros?

Por desgracia, nadie nos dijo que la obligación de ser felices solo puede cumplirse si va de la mano de ser un don para los demás
Ser un don...
Muchas veces en forma de cumplidos y halagos se nos dice que tenemos un don para una determinada actividad. Se nos dan bien los deportes, las manualidades, la ciencia, la música o el arte en general, y los que nos quieren, en una hipérbole, de orgullo aseguran que tenemos un don. Tener un don... con el agradecimiento congénito que eso lleva aparejado. Tener un don por desgracia a veces esclaviza, como el que tiene muchas cosas y es esclavo de ellas. Sin embargo tener un don, algo que nos haga descollar, destacar entre la multitud, es por lo que luchamos y pedimos día y noche, pero, ¡qué poco luchamos para ser un don! y por lo tanto ¡qué pocas posibilidades tenemos de ser realmente felices!

 La felicidad de Epicuro era luchar contra el establishment, decirnos que podemos ser felices porque la muerte y los dioses, si son caprichosos, no existen. La felicidad en el Renacimiento era cumplir con el ideal del hombre humanista, en el Barroco liberar el amor y las artes de las mundanas barreras de lo terrestre, en el siglo XX la felicidad era hacer la guerra pensando que dejabas un mundo mejor para tus hijos. Y cada una de estas acciones eran felicidad porque encerraban un servicio al prójimo. 

Hoy en día confundimos felicidad con algo jocoso, con algo divertido que nos hace reír, la plenitud de lo efímero nos engaña diciendo que es felicidad, hasta que se apaga y nos deja en un vacío miserable. Decimos que es felicidad y sólo es un entramado de momento fugaces que nos emborracha de conformismo.

La posibilidad de ser felices está esperándonos en los demás. La felicidad es algo tan sencillo como dotar de un segundo sentido todo lo que hacemos, un segundo sentido que se orienta al prójimo. Nuestra infelicidad radica simple y llanamente en que el eje de nuestras vidas empieza y acaba en nosotros. Ser un don para el otro no es más que hacer aquello que quieres llevar a cabo en tu vida teniendo como objeto primero a aquellos que nos rodean. No se trata de apagarnos nosotros para darnos sin reserva, sino de encender la vida de los otros reservando para ellos el lugar central de nuestras acciones.
No nos confundamos: el individualismo es maravilloso puesto que los defectos y virtudes de cada uno, no se colectivizan sino que se potencian, y solo el libre albedrío de lo no colectivizado permite esto. Pero el único individualismo que triunfa es aquel que busca el triunfo para posteriormente compartirlo. De nada sirve el triunfo vacío.

Incumplimos la obligación de ser felices porque estamos demasiado preocupados pensando qué nos puede complacer, y esto nos condena a la casuística de las circunstancias buscando la que nos pueda hacer felices. Cuando en realidad funciona al revés: somos nosotros los que dejamos la huella de la felicidad en las situaciones que nos toca vivir.

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