La corrupción y
la dación de cuentas son dos caras de una misma moneda, su antagonismo las une
indisolublemente. Tanto la corrupción en la gestión pública como la
responsabilidad por la administración de la misma nos parecen conceptos
recientes y novedosos, nada más lejos: la corrupción y la asunción de
responsabilidades son tan viejos como la humanidad y los hallamos en todas y
cada una de las coordenadas de nuestro
mundo
Sin embargo, parece,
a simple vista, que la corrupción ha querido instalarse sólo en los países más
meridionales de Europa. Casi podría decirse que los tejemanejes germinan con el
sol y un suave clima, con esa inefable felicidad que proporciona la modorra de
la primera hora de la tarde. El problema de los países mediterráneos no es, sin embargo, la dulzura de una vida
soleada, sino la sofocante laxitud moral del “nada está mal”. No hay actitudes
reprochables ni acciones mejorables, porque nadie hace nada mal. Y la más
triste y grave consecuencia de esto es que nos han dejado sin la posibilidad de
mejorarnos, de perfeccionarnos en un camino de aprendizaje: porque desde hace
unas décadas y para siempre la condición humana es infalible.
¿Si somos incapaces de tomar consciencia de nuestros
propios errores, cómo se supone que vamos a convertirnos en mejores personas?
El peor castigo
de un ser humano es que le quiten la posibilidad de ser mejor. Y esta
posibilidad es la que la modernidad nos ha arrebatado con nuestra aquiescencia
y aun con nuestro más afectuoso aplauso. Hemos pasado del “todo vale” epicúreo
al “nada está mal” postmoderno y la modernidad, ya se sabe, consiste en
erradicar esos molestos sentimientos de culpa. Pero la culpabilidad no era un invento de curas siniestros
escondidos en el Vaticano, era sólo la única forma de poder encontrar un camino
de perfeccionamiento.
La corrupción se ha instalado entre nosotros porque
se lo hemos permitido. Y se lo hemos permitido a base de hacer dejación de uno
de nuestros más fundamentales deberes como ciudadanos y como integrantes de un
colectivo: los exámenes de conciencia. La corrupción es podredumbre
moral, putrefacción del espíritu que se convierte en disfunción en nuestras propias vidas: un
examen de conciencia atrofiado que nos lleva a vivir la vida a medias: seremos
siempre la versión mediocre de nosotros mismos.
Esos discursos,
que hastían, sobre ejemplaridad y transparencia son sólo una forma apriorística
de conjurar los sentimientos de culpa y responsabilidad y nos hastían precisamente
por eso, porque no hay ninguna intención
de corregirse, ningún ánimo de actuar honradamente. Son parrafadas hediondas
por la putrefacción, recubierta de un hálito de flamante discurso en auditorio
de provincias nuevo: si afirmo en infinidad de actos públicos que los políticos
deben ser transparentes, yo también lo seré, aunque me pillen de madrugada
sustrayendo papeles de mi despacho oficial.
La lógica de los
modernos se encuentra subyugada por la palabrería más vacua y por los actos más
estúpidos. ¡Pena de Siglo!
Sin embargo no
es fortuita la putrefacción moral generalizada que vemos representada con
esmero por los políticos del sur de Europa. Son estos mismos territorios del
sur de Europa los que se habituaron a una asunción y reconocimiento de errores
mediante la Confesión, que hoy en día ya no se ejercita.
Tampoco es
fortuito que en los países tradicionalmente anglosajones y con una presencia
escasa del rito católico, y por tanto de la valiosa ayuda de la Confesión se acuñara
a partir de la década de los 60 el término accountability.
Este concepto nacido en Estados Unidos y desarrollado sobre todo por Reino
Unido en los años 70 se utiliza como sinónimo de dar cuentas, de responder ante
alguien por alguno motivo, es el sustantivo de responsabilidad en el ámbito de
la gestión pública. Y es por tanto el mecanismo que regula la legitimidad del
poder público. Accountability es en
la cultura anglosajona un concepto tan importante que en Reino Unido se ha erigido
como uno de los principios rectores de la vida pública desde 1995.
Así pues podemos
ver un auge de los casos de corrupción (o al menos se conocen más casos) a
medida que perdemos la sana costumbre de enfrentarnos con nuestros diablos
interiores. El Sacramento de la Confesión era el Sacramento de la
Reconciliación no sólo con Dios sino también con nosotros mismos. Era el
Sacramento de la Alegría porque nos permitía vislumbrar un futuro mejor para
nosotros. Fuera de la Doctrina de la Iglesia y su Catecismo, la Confesión no
era más que una reguladora de conciencias, el examen intrínseco, minucioso de
nosotros mismos que nos habría la puerta a ser el Yo que ansiábamos ser. Nos
dejaba solos frente a nuestro peor yo, y el desasosiego y la vergüenza eran tan
grandes que nos prometíamos enmendar la plana sin más dilación.
Mientras que el
mundo anglosajón entendió la importancia de la asunción de faltas y errores
tanto individual como públicamente, unida a unas consecuencias, nosotros
defendíamos un antropocentrismo esquizofrénico que nos negaba la posibilidad de
equivocarnos. El hombre había llegado a su perfección… y ahora nos deshacemos
en halagos hacia los limpios (o al menos eso parece) sistemas políticos del
norte de Europa.
Teníamos la
posibilidad de alcanzar unos niveles de decencia en la vida pública como los
que ahora admiramos de los países del septentrión. Había que confiar en la
necesaria ayuda que un examen interior puede proporcionar en el sendero de la
perfección, y aplicar esto a la vida política. Sin embargo preferimos renunciar
a los errores, porque en el s.XX nadie podría estar condicionado por un
concepto de libertad que implicara responsabilidad, y ahora nos encontramos con
que nos ofende la libertad y la impunidad con que los corruptos inundan de
fetidez todos los rincones de la vida pública.
Nos lo tenemos
merecido.