La
contemplación es alimento del alma, es ejercer libremente el derecho (u
obligación) a perfeccionarse en el camino de la existencia, el arte de saber
que el ser humano se encuentra continuamente en la senda del aprendizaje y es
también la valentía de querer afrontarlo. La contemplación es el silencio
mental que impregna de ruidosas ideas nuestra voluntad. Y pese a ser el
alimento de la necesidad humana más perentoria, el presente artículo sirve,
tristemente, como esquela de defunción de la contemplación.
Europa ha
perdido el gusto por observarse y meditarse y aunque todavía no somos
conscientes de ello, la incapacidad para la contemplación está deviniendo en
una de las grandes lacras de la sociedad occidental actual. ¿Qué sociedad puede
sobrevivir a la pérdida del diálogo con ella misma?
Ya en su libro “El Homo Videns”, Sartori alerta de los peligros del hombre que sólo ve pero que no
observa. La curiosidad universal se ha perdido junto con la capacidad de
abstracción, y el ser humano moderno es un hombre ya cuya visión carece de la
intención de interiorizar, asimilar o analizar nada de aquello de lo que es
testigo. En su brillante libro “El Silencio de los Animales. El Progreso y
Otros Mitos”, John Gray describe de
forma descarnada el gran problema que supone la sobreexposición al bullicio,
que enfrentamos diariamente los ciudadanos occidentales: “Quizá estemos destinados a llevar
una vida llena de actividad, pero la urgencia de la existencia no elimina la
necesidad de la contemplación. La actividad no lo es todo en la vida, ni
siquiera es la parte más valiosa de la vida, y a menudo, son los individuos más
activos quienes más necesitan la liberación que es la contemplación”.
Henos
pues aquí, jueces y partes de la frenética actividad que producimos, que nos
aturde con sus demandas y nos pervierte con sus plácemes, para evitar la
reflexión que, no sólo nos propiciaría la liberación personal de la que habla
Gray, sino que abundaría en un mayor beneficio de la actividad por cuanto más
meditada.
La
contemplación fue siempre obligada virtud en todo hombre que quisiera ser
sabio, justo y discreto. Un ejercicio de rectitud, de reestructuración de ejes
vitales y planteamientos largoplacistas. Si los planteamientos cortoplacistas
(aumento de la deuda pública, disminución de la natalidad, destrucción de
recursos naturales, pactos políticos de una sola legislatura, etc) campan hoy a
sus anchas, es pura y simplemente, porque el ser humano no ha ahondado en la
reflexión que se debía a determinados asuntos. Sino que ha preferido limitarse
a la acción con un menor riesgo en un limitadísimo espacio temporal,
independientemente de las consecuencias en un simple medio plazo. La
contemplación es la condición necesaria para pensar por uno mismo y no
maniatado por los intereses cortoplacistas.
El arte
político actual (que no Política, en mayúscula) con su ruido de himnos de
sintetizador y banderines de plástico resulta paradigma de la falta de
abstracción actual. Y el frenesí de sus decisiones, la consecuencia inmediata
del miedo a la reflexión. De políticas
erráticas y resultados erróneos ya todos podemos hablar con igual conocimiento
y causa. Somos rehenes de la rapidez que nosotros mismos exigimos a nuestros
dirigentes cuando reclamamos actuaciones inmediatas con una indiferencia
escalofriante a su calidad: de ahí el plan E, el rescate precipitado a bancos
insolventes (que no al sistema financiero) y la infinita galería de políticos “taking
back” desde declaraciones y tweets hasta Leyes y Estatutos de Autonomía.
Hemos perdido el diálogo con nosotros mismos y por
ende la sociedad ya no se escucha. El ruido de las exigencias autoimpuestas nos
impide armonizar planes con perspectivas más depuradas en un futuro realista y
no en un presente inmediato legislado a ritmo de titular. Sin la debida
contemplación a las pulsiones internas de la sociedad, cada día que pasa son
cien años devolviendo la deuda de las decisiones precipitadas. La falta de
contemplación no afecta sólo a las decisiones políticas de mayor calado, sino
que afecta también a las intenciones más íntimas y personales de cada uno de
nosotros: éstas son tomadas sin reflexión, sin calibrar diferentes escenarios o
senderos y lo que conseguimos es que, un ejercicio personal de toma de
decisiones devenga en un ejemplo más de la tiranía de la impostada urgencia
generalizada.
Y es que
somos el motivo y el producto de las prisas vitales: nos desgañitamos detrás de
cualquier pancarta pidiendo la revolución de los tiempos para que la justicia y
la legislación trabajen en nuestra particular coordenada horaria y al fin
conseguimos lo que buscamos: un poder legislativo que, ajeno a las auténticas
necesidades de la sociedad, se rige por el trending topic del momento.
Y no, no
es que la globalización o los mercados impongan las prisas, es que parece ser
que la eficiencia ya no se conjuga con la previa contemplación y análisis del
problema. Ahora la eficiencia prima sobre la eficacia, y es cierto que nuestros
gobiernos son eficientes, sin embargo lo de ser eficaces…lo dejamos para la
repesca del 2015. La contemplación es la premisa necesaria y principal para que
el fin que se persigue obtener con la eficiencia, sea eficaz en la mejora de la
situación de necesidad. Pero por desgracia, en la mayoría de ocasiones, no
tenemos tiempo ni tan siquiera para meditar sobre el fin al que aspiramos.