lunes, 10 de noviembre de 2014

Accountability y Confesión

La corrupción y la dación de cuentas son dos caras de una misma moneda, su antagonismo las une indisolublemente. Tanto la corrupción en la gestión pública como la responsabilidad por la administración de la misma nos parecen conceptos recientes y novedosos, nada más lejos: la corrupción y la asunción de responsabilidades son tan viejos como la humanidad y los hallamos en todas y cada una de las coordenadas de  nuestro mundo
Sin embargo, parece, a simple vista, que la corrupción ha querido instalarse sólo en los países más meridionales de Europa. Casi podría decirse que los tejemanejes germinan con el sol y un suave clima, con esa inefable felicidad que proporciona la modorra de la primera hora de la tarde. El problema de los países mediterráneos  no es, sin embargo, la dulzura de una vida soleada, sino la sofocante laxitud moral del “nada está mal”. No hay actitudes reprochables ni acciones mejorables, porque nadie hace nada mal. Y la más triste y grave consecuencia de esto es que nos han dejado sin la posibilidad de mejorarnos, de perfeccionarnos en un camino de aprendizaje: porque desde hace unas décadas y para siempre la condición humana es infalible.

¿Si somos incapaces de tomar consciencia de nuestros propios errores, cómo se supone que vamos a convertirnos en mejores personas?

El peor castigo de un ser humano es que le quiten la posibilidad de ser mejor. Y esta posibilidad es la que la modernidad nos ha arrebatado con nuestra aquiescencia y aun con nuestro más afectuoso aplauso. Hemos pasado del “todo vale” epicúreo al “nada está mal” postmoderno y la modernidad, ya se sabe, consiste en erradicar esos molestos sentimientos de culpa. Pero la culpabilidad  no era un invento de curas siniestros escondidos en el Vaticano, era sólo la única forma de poder encontrar un camino de perfeccionamiento.
La corrupción se ha instalado entre nosotros porque se lo hemos permitido. Y se lo hemos permitido a base de hacer dejación de uno de nuestros más fundamentales deberes como ciudadanos y como integrantes de un colectivo: los exámenes de conciencia. La corrupción es podredumbre moral, putrefacción del espíritu que se convierte en  disfunción en nuestras propias vidas: un examen de conciencia atrofiado que nos lleva a vivir la vida a medias: seremos siempre la versión mediocre de nosotros mismos.
Esos discursos, que hastían, sobre ejemplaridad y transparencia son sólo una forma apriorística de conjurar los sentimientos de culpa y responsabilidad y nos hastían precisamente por eso,  porque no hay ninguna intención de corregirse, ningún ánimo de actuar honradamente. Son parrafadas hediondas por la putrefacción, recubierta de un hálito de flamante discurso en auditorio de provincias nuevo: si afirmo en infinidad de actos públicos que los políticos deben ser transparentes, yo también lo seré, aunque me pillen de madrugada sustrayendo papeles de mi despacho oficial.

La lógica de los modernos se encuentra subyugada por la palabrería más vacua y por los actos más estúpidos. ¡Pena de Siglo!
  
Sin embargo no es fortuita la putrefacción moral generalizada que vemos representada con esmero por los políticos del sur de Europa. Son estos mismos territorios del sur de Europa los que se habituaron a una asunción y reconocimiento de errores mediante la Confesión, que hoy en día ya no se ejercita.

Tampoco es fortuito que en los países tradicionalmente anglosajones y con una presencia escasa del rito católico, y por tanto de la valiosa ayuda de la Confesión se acuñara a partir de la década de los 60 el término accountability. Este concepto nacido en Estados Unidos y desarrollado sobre todo por Reino Unido en los años 70 se utiliza como sinónimo de dar cuentas, de responder ante alguien por alguno motivo, es el sustantivo de responsabilidad en el ámbito de la gestión pública. Y es por tanto el mecanismo que regula la legitimidad del poder público. Accountability es en la cultura anglosajona un concepto tan importante que en Reino Unido se ha erigido como uno de los principios rectores de la vida pública desde 1995.

Así pues podemos ver un auge de los casos de corrupción (o al menos se conocen más casos) a medida que perdemos la sana costumbre de enfrentarnos con nuestros diablos interiores. El Sacramento de la Confesión era el Sacramento de la Reconciliación no sólo con Dios sino también con nosotros mismos. Era el Sacramento de la Alegría porque nos permitía vislumbrar un futuro mejor para nosotros. Fuera de la Doctrina de la Iglesia y su Catecismo, la Confesión no era más que una reguladora de conciencias, el examen intrínseco, minucioso de nosotros mismos que nos habría la puerta a ser el Yo que ansiábamos ser. Nos dejaba solos frente a nuestro peor yo, y el desasosiego y la vergüenza eran tan grandes que nos prometíamos enmendar la plana sin más dilación.

Mientras que el mundo anglosajón entendió la importancia de la asunción de faltas y errores tanto individual como públicamente, unida a unas consecuencias, nosotros defendíamos un antropocentrismo esquizofrénico que nos negaba la posibilidad de equivocarnos. El hombre había llegado a su perfección… y ahora nos deshacemos en halagos hacia los limpios (o al menos eso parece) sistemas políticos del norte de Europa.

Teníamos la posibilidad de alcanzar unos niveles de decencia en la vida pública como los que ahora admiramos de los países del septentrión. Había que confiar en la necesaria ayuda que un examen interior puede proporcionar en el sendero de la perfección, y aplicar esto a la vida política. Sin embargo preferimos renunciar a los errores, porque en el s.XX nadie podría estar condicionado por un concepto de libertad que implicara responsabilidad, y ahora nos encontramos con que nos ofende la libertad y la impunidad con que los corruptos inundan de fetidez todos los rincones de la vida pública.
Nos lo tenemos merecido.